Desde pequeños, nuestros niños están inmersos en un mundo cargado de sonidos, palabras, imágenes y ruidos. Nos vemos invadidos por juguetes infantiles con musiquitas y sonidos muchas veces chillones y de alto volumen que, aunque en algunos casos pueden ser estimulantes, muchas veces son perturbadores.
A su vez nos encontramos sumergidos en las nuevas tecnologías y en las redes sociales desde la primera infancia, así como en los juegos de celulares, tablets, computadoras o consolas y videos de YouTube. En los más grandecitos, el interés por la música los acerca a otros dispositivos, con sus respectivos auriculares, que los aíslan del entorno y los alejan aún más del silencio y la soledad.
Y luego pretendemos que se encuentren sentados en un aula con un docente al frente que habla o escribe con tiza en un pizarrón. O, peor aún, queremos que nuestros hijos reflexionen sobre sus actos y cambien actitudes y, llegada la adolescencia, esperamos ansiosos que tomen decisiones. ¿Cómo lo harán si no han tenido ocasión de sentarse a mirar las nubes? ¿Cómo responder a las preguntas más fundamentales de la vida, si no han tenido tiempo para conocerse a sí mismos?, ¿cómo sabrán quienes son, qué aspiran hacer con sus vidas? ¿No será por esto que tantas veces los encontramos desorientados, haciendo gran cantidad de intentos fallidos aquí y allá?
En las escuelas se hace cada vez más difícil. Los docentes, en cambio de poder desplegar el encanto del conocimiento, pasan sus días rogando silencio, orden, atención. Y cada día, se hará más difícil. Sin duda las nuevas tecnologías entrarán al aula, ya sea por las buenas -con una implementación bien pensada- o a la fuerza, como muchas veces sucede, porque nuestros jóvenes ya no están dispuestos a dejar sus dispositivos en la mochila.
¡Pero necesitamos silencio! Silencio para pensar con claridad, con profundidad. Necesitamos silencio para encontrarnos a nosotros mismos y poder preguntarnos con franqueza quiénes somos, quiénes queremos ser, más allá de nuestros perfiles en las redes donde es tan fácil parecer.
El silencio nos enseña, y esa es la primera premisa a tener en cuenta. Si no hacemos silencio, no podemos escuchar y aprender, no podremos contemplar, ¡que es mucho más que ver! ¡No veremos la luz, no podremos gritar eureka! El situarse silenciosamente ante una realidad (uno mismo, el otro, una cosa, un conocimiento, la naturaleza) y permanecer allí, nos revela el misterio de lo contemplado. Sólo en el silencio y la soledad con lo contemplado se nos abrirán las puertas de su misterio.
La palabra misma debe surgir del silencio: es el silencio el que engendra la palabra cuando lo que se dice está cargado de sentido, de valor, de compromiso.
¿Podrán nuestro jóvenes del ya y del mañana escuchar la voz silenciosa de sus conciencias, reflexionar sobre sus actos y sus vidas, encontrarse en profundidad con el otro, sin mirarse a los ojos en profundo silencio? ¿O los incomodará tanto que siempre irrumpirán con un comentario absurdo para poder superar el estupor que causa encontrarse con el misterio de uno mismo, del otro, de la naturaleza, de la trascendencia, de la voz serena de Dios que los llama a cada uno a su vocación?
¿Cómo responderán a las preguntas frente al espejo de “quién soy”, “qué quiero para mi vida”? ¿Podrán responder con claridad y autenticidad “quién es este otro frente a mí”, “qué quiere de mí”, “qué quiero yo de él”, si no hay silencio y soledad siquiera para hacerse esas preguntas?
Necesitamos urgente implementar una pedagogía del silencio.
La educación, que en nuestro país y en tantos otros de la región, siempre está en crisis y siempre sobre exigida, aquí tiene otra deuda: la pedagogía del silencio. ¡Pero cuánto ganaría en cultivar esta enseñanza, cuánto facilitaría la tarea cotidiana! ¡Cuánto tiempo menos perdería un docente pidiendo atención o silencio o, si acaso fuera un maestro fascinante, cuánto menos tiempo en pensar cada día estrategias novedosas que atraigan el interés de sus educandos y mantengan la atención despierta! ¡Cuánto se ganaría en concentración y cuánto más en conocimiento real adquirido, al hacer una experiencia significativa y cargada con emociones positivas y gozosas!
Toda enseñanza tiene su base en el hogar, en la familia; no pretendemos que la escuela luche sola con esto. Nosotros mismos, aunque hijos de otros tiempos, también debemos cuidar nuestros momentos de silencio.
Pero no queremos decir con esto que nuestras casas o las aulas deban ser lugares silenciosos y solitarios, estilo cementerio, sino simplemente que tenemos que enseñar a nuestros niños y jóvenes que debe haber momentos de silencio, de escucha atenta, de reflexión, de contemplación; que esos no son tiempos muertos o inútiles, sino que justamente son esos momentos los que dan lugar y engendran las palabras, los conocimientos, la música y los ruidos productivos, en los que encontrarán una satisfacción mucho más plena, más real, porque aquello que hagan y que sean lo será de modo más auténtico.
El hogar tiene que ser el lugar donde se aprenda a hacer silencio, a relajarse, a calmarse de tantos estímulos que nos mantienen excitados. Los tiempos de silencio son necesarios para aprender, para conocer y conocerse y para generar un clima de serenidad y de paz. Si logramos esos momentos, serán como oasis de los cuales podrán brotar personas más profundas, sabias y pacíficas.
Artículo escrito por ADELINA CASAL / DANIEL FERNÁNDEZ
Prof. de Ciencias. de la Religión / Bachiller en Teología
Prof. de Ciencias. de la Religión / Bachiller en Teología
Ediciones San Pablo (www.sanpablo.com.ar)
Edición: Nº 793 - 15 de Marzo de 2017